Cuando nacimos, estábamos perfectamente programados. Teníamos una tendencia natural a concentrarnos en el amor. Nuestra imaginación era creativa y floreciente, y sabíamos usarla. Estábamos conectados con un mundo mucho más rico que el mundo con que ahora nos conectamos, un mundo lleno de hechizo y del sentimiento de lo milagroso.
¿Qué nos pasó, entonces? ¿Por qué, cuando llegamos a cierta edad y miramos a nuestro alrededor, el hechizo había desaparecido?
Porque nos enseñaron a concentrarnos en otras cosas. Nos enseñaron a pensar de forma antinatural. Nos enseñaron una pésima filosofía, una manera de mirar el mundo que está en contradicción con lo que somos.
Nos enseñaron a pensar en la competición, la lucha, la enfermedad, los recursos finitos, la limitación, la maldad, la culpa, la muerte, la escasez y la pérdida. Y como empezamos a pensar en estas cosas, empezamos a conocerlas. Nos enseñaron que sacar buenas notas, ser buenos, tener dinero y hacerlo todo como es debido son cosas más importantes que el amor. Nos enseñaron que estamos separados de los demás, que tenemos que competir para salir adelante, que tal como somos no valemos lo suficiente. Nos enseñaron a ver el mundo tal como lo veían «ellos». Es como si inmediatamente después de haber llegado aquí nos hubieran dado una píldora para dormir. El pensamiento del mundo, que no se basa en el amor, empezó a retumbarnos en los oídos en el mismo momento en que desembarcamos en esta costa.
El amor es aquello con lo que nacimos. El miedo es lo que hemos aprendido aquí. El viaje espiritual es la renuncia al miedo y la nueva aceptación del amor en nuestro corazón. El amor es el hecho existencial esencial. Es nuestra realidad última y nuestro propósito sobre la tierra. Tener plena conciencia de él, tener la vivencia del amor en nosotros y en los demás, es el sentido de la vida.
El sentido, el significado, no está en las cosas. Está en nosotros. Cuando asignamos valor a cosas que no son amor -al dinero, al coche, a la casa, al prestigio- damos amor a algo que no nos lo puede devolver, buscamos significado en lo que no lo tiene. El dinero, en sí mismo, no significa nada. Las cosas materiales, en sí mismas, no significan nada. No es que sean malas: es que no son nada.
Hemos venido aquí para crear junto con Dios, extendiendo el amor. Una vida que se pasa pendiente de cualquier otro propósito no tiene sentido, es contraria a nuestra naturaleza, y finalmente nos hace sufrir. Es como si hubiéramos estado perdidos en un oscuro universo paralelo donde se ama más a las cosas que a las personas. Sobrevaloramos lo que percibimos con nuestros sentidos físicos, y subvaloramos lo que, en nuestro corazón, sabemos que es verdad.
Al amor no se lo ve con los ojos ni se lo oye con los oídos. Los sentidos físicos no pueden percibirlo; se lo percibe mediante otra clase de visión. Los metafísicos la llaman el Tercer Ojo, los cristianos esotéricos dicen que es la visión del Espíritu Santo, y para otros es el Yo Superior. Independientemente del nombre que se le dé, el amor exige una «visión» diferente de aquella a la que estamos acostumbrados, una forma diferente de conocer, de pensar. El amor es el conocimiento intuitivo de nuestro corazón. Es un «mundo trascendente» que secretamente anhelamos todos. Un antiguo recuerdo de este amor nos persigue continuamente, pidiéndonos por señas que regresemos.
El amor no es material. Es energía. Es el sentimiento que hay en una habitación, en una situación, en una persona. El dinero no puede comprarlo. El contacto sexual no lo garantiza. No tiene absolutamente nada que ver con el mundo físico, pero a pesar de ello, puede expresarse. La experiencia que de él tenemos es la de la bondad, la entrega, el perdón, la compasión, la paz, el júbilo, la aceptación, la negativa a juzgar, la unión y la intimidad.
El miedo es la falta de amor que todos compartimos, nuestros infiernos individuales y colectivos. Es un mundo que sentimos que nos presiona desde adentro y desde afuera, dando constantemente falso testimonio de la insensatez del amor. El miedo se expresa bajo diferentes formas: cólera, malos tratos, enfermedad, dolor, codicia, adicción, egoísmo, obsesión, corrupción, violencia y guerra.
El amor está dentro de nosotros. Es indestructible; sólo se lo puede ocultar. El mundo que conocíamos de niños sigue aún sepultado en nuestra mente.
Una vez leí un libro , “The Mists of Avalon”. Las nieblas de Avalon son una alusión mítica a las leyendas del rey Arturo. Avalon es una isla mágica que permanece oculta tras unas tupidas e impenetrables nieblas. A menos que se desvanezcan, no hay manera de que un barco se abra paso hasta la isla, y sólo se desvanecen cuando uno cree que la isla está allí.
Avalon simboliza un mundo que está más allá del mundo que percibimos con los sentidos físicos. Representa un sentimiento milagroso de las cosas, el ámbito encantado que conocíamos de niños. Nuestro yo infantil es el nivel más profundo de nuestro ser. Es aquel o aquella que realmente somos, y lo que es real no desaparece. La verdad no deja de serlo simplemente porque no estemos mirándola. El amor sólo puede quedar oculto tras las nubes o las nieblas mentales.
Avalon es el mundo que conocíamos cuando todavía estábamos conectados con nuestra ternura, nuestra inocencia, nuestro espíritu. En realidad es el mismo mundo que vemos ahora, pero configurado por el amor, interpretado con ternura, fe y esperanza, y con un sentimiento de admiración y de asombro. Es fácil de recuperar, porque la percepción es una opción. Las nieblas se desvanecen cuando creemos que detrás de ellas está Avalon.
Y en eso consiste un milagro: en la desaparición de las nieblas, en un cambio de la percepción, en un retorno al amor.
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